Maldito barítono de voz grave, nunca te callas!!!!
Era una tarde promiscua y deshojada; gris y soleada; lasciva y cristiana. Los geométricos y resplandecientes números del reloj cuadrado daban la hora. Ya había llegado.
Comenzaba así una tarde prematura; primero un cordón, luego el otro y, a continuación, engañalos y haz que se enamoren para no separarse. Y ahora a respirar gravilla. Puedo sentirla en la planta de mis pies, fresca, dura, cálida... Avanzo y mis pies van entrando en calor. Un hormigueo comienza a recorrer mis dedos en dirección a mi empeine y tuerzo la esquina. Se abre el mundo. Salgo a la avenida y un ruido constante me intimida. Lentamente mis piernas se encuentran con un desnivel y mis ojos ven aparecer a mi derecha los últimos árboles otoñales. Rompo la cadencia. Aumento el ritmo de mi caminata y ya estoy frente al cruce. Cruzo. Vuelvo a mirar la hora de salida de mi autobús; sigue siendo la de todos los días. Mientras espero a que aparezca el autobús en el horizonte, dudo si poner música; he vuelto a olvidar los cascos, no quiero que nadie me sorprenda por la espalda y juzgue la música que escucho; es mía. Subo al autobús y me acomodo; mi pensamiento fluye distante de aquel momento, de aquel lugar, de aquella vida. Mil colores relampaguean en escasos minutos a mi alrededor y, cuando creo que deben haber pasado horas desde que estoy pensando, escucho claramente la voz del conductor repitiendo otro día el nombre de la primera parada. Bostezo. Parece que el viaje será eterno. Algunos días escucho conversaciones de la gente que hay a mi alrededor, y, como un superhéroe moralista con un sombrero alicaido y con aire triste, juzgo todos los asuntos según mi entender y me convenzo de que no llevo razón. De reojo miro a la persona que habla e intento comprender el porqué de nuestras diferencias. Arguyo mil motivos para acabar arguyendo que no soy quien para argüir nada; para después argüir que, aunque no quiera, acabo arguyendo diariamente, aún cuando arguya que no soy capaz de argüir.
Bajo del autobús. Mi dirección coincide con la de otras personas de mi mismo pueblo y, con más desánimo que alegría, nos encaminamos todos juntos a un mismo destino. En el camino he pensado qué poco miscibles son algunas de las personas que andan en este grupo y me siento como un pueblerino, arropado por todos paisanos en la gran ciudad. De la pobreza voy pasando a la riqueza; los edificios se vuelven más altos, más claros, más cuidados; las expresiones de la cara pasan de expresar tristeza o alegría a expresar nada, ¡qué van a expresar tras tanto maquillaje e hipocresía! Al cruzar la avenida principal tomo la primera calle y, sólo tras recorrerla, me permito descansar un momento. Entonces levanto la cabeza, miro en torno a mi y puedo empezar a contemplar algo que realmente merezca la pena. Atravieso un arco de medio punto alargado y el bullicio me salpica. Pronto lo esquivo y vuelvo a mi neurosis. Cruzo la calle, rodeo mi facultad por uno de sus lados y entro sin pensarlo dos veces.
Ahora estoy preparándome; estoy tenso pero relajado, y entusiasmado aunque expectante. Noto cómo mi cuerpo hace fluir mi sangre rápidamente y ,en mi neurosis, me pregunto hasta cuándo pasará esto. Sobresalto y júbilo a la vista. Ya estás aquí. No lo sabes, pero me has sorprendido pensando en una mujer, pensando en ti. Y la idea de ti, aunque hermosa, poco se asemeja a ti misma, y vuelves a aparecer con un esplendor que sólo posees por ti misma, algo que mi enferma mente es incapaz de recrear. Ahora mi sangre ha vuelto a su caudal normal, con avidez he encontrado tus labios y con ternura tu abrazo.
Nos movemos. Nos sentamos. Acaba la neurosis. Mi enfermedad se ha reducido a una crítica incesante sobre lo escrito en la pizarra. Te la comento, me miras ceñudamente y me criticas, me tranquilizo; la noche no ha sido capaz de cambiar algo tan especial.
Nos hemos levantado. Yo me pongo mi camisa, tú te pones tu chaqueta. Sudorosos pero inquietos nos alejamos de la facultad. Un camino de particularidades y desahogos. Llegamos a la estación. Comenzamos a oler la despedida entre el andén 8 y el 28. Nos despedimos. Te dejo otro pequeño trozo de mi mismo; tú haces lo propio. Te quiero.
El autobús se ha convertido en cama. La frenética actividad mental de la mañana se sucede por el recuerdo que el día ha dejado en mi paladar. Miro mis zapatillas una y otra vez. No hay razón alguna para que las mire, pero lo hago; me doy cuenta de que no tiene sentido. Duermo. Despierto, todavía quedan 40 minutos para llegar. Vuelvo a dormir. Vuelvo a despertar, quedan aproximadamente 10 minutos para llegar. Bajo del autobús. La gravilla también suda; nos congraciamos. Ando. Acaricio el botón del timbre antes de tocarlo, y pulso. Otro ciclo de autobús ha terminado, pero cada día para en nuevos sitos de mi mente y mi corazón.
Hasta el próximo viaje.